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Novecento
El pasado mes de agosto repusieron en televisión la película " Novecento", de Bernardo Bertolucci, filme producido en 1976 por Alberto Grimaldi, que retrata la vida de dos familias italianas en la primera mitad del siglo XX y, al hilo de ello, narra también los avatares sociales y políticos de la mitad de esa centuria, tan pródiga en acontecimientos memorables y en grandes tragedias en un mundo que cambiaba a una velocidad de vértigo y con el telón de fondo de la amistad con altibajos de los dos protagonistas.

La película se inicia en enero de 1901, coincidiendo con la muerte de Verdi y con el nacimiento, al mismo tiempo, en la hacienda Berlinghieri, de dos niños: Olmo Dalcò, descendiente de un trabajador de la hacienda, y Alfredo Berlinghieri, nieto del patrón de la hacienda.

Robert De Niro y Gérard Depardieuson los protagonistas que personifican el espíritu de estas dos familias: el primero encarna al descendiente de una familia de terratenientes de la Italia de principios de siglo, dueños de las haciendas en la que los campesinos, como en casi todas partes, eran tratados como siervos, como esclavos que todavía podían comprarse y venderse con la propiedad a la que pertenecían, como se había hecho durante tanto tiempo. El segundo encarnaba a Olmo, hijo de campesinos, inconformista de izquierdas que ansiaba más libertad, que se opone y lucha contra el fascismo que emergía en Italia, como en toda Europa, ideología que encontró un caldo de cultivo y un aliado en los poderosos terratenientes que querían conservar sus privilegios y su poder sobre la vida y la muerte de sus hacendados. Esta ideología está representada en la película por el camisa negra Attila Melanchini, al que da vida el actor Donald Sutherland, el médico inolvidable de MASH.

El ritmo de la película ahora se antoja lento, dado el tipo de cine que impera en la actualidad, lleno de urgencias, carreras, disparos y prisas que forman parte de un tiempo narrativo que se basa más en el frenesí, en los efectos especiales y en la técnica, que en una historia que contar. También ocurre en otros ámbitos artísticos, como el baile o la guitarra flamenca, que parecen más una competición técnica de rapidez, aceleración y saltos, que un tiempo narrativo que busca, en la sensibilidad de sus silencios, de sus miradas y de sus llamadas a la profundidad del corazón y a sus pausas, expresar algo que merezca la pena contemplar o sentir.

También parece que ese frenesí se ha adueñado, no sólo del lenguaje cinematográfico o artístico, sino que ha afectado igualmente al mundo cotidiano, al mundo de las comunicaciones y de las relaciones entre las personas, aferradas sin descanso a los móviles que continuamente envían y recogen mensajes, noticias y saludos sin cesar en un movimiento continuo de dedos que parecen tener vida propia, al margen del cerebro, y que se adaptan con increíble facilidad a la urgencia y la aceleración que propician estas nuevas tecnologías de la información y de la comunicación o, a veces lo parece, de la incomunicación. Esas relaciones, imprescindibles para el conocimiento y los afectos mutuos, parecen haber sido contaminadas también por ese virus de la velocidad y el desapego que amenaza con extenderse sin remisión a todos los rincones del planeta.

La transformación de un Olmo-Depardieu de ficción, que representa los ideales del socialismo y la libertad en la película, a un Depardieu evasor de impuestos en la actualidad y en la vida real, que se traslada a la Rusia de Putin para evitar la justicia francesa y sus deberes para con el fisco, posiblemente sea una metáfora más de la ironía que representa lo que ha sido este siglo que se nos fue, que se inició con grandes expectativas e ilusiones para atajar la miseria, la desigualdad y la injusticia, y que se cerró en falso con más decepción y desencanto que optimismo en un porvenir que parece que viene incapacitado para la meditación y para la contemplación y el goce de todo lo que no venga acompañado de ruidos, premura, espectáculo a gran escala y la novedad por la novedad, que se devora a sí misma en su precipitación y en su fugacidad.

Por Joaquín Paredes Solís