“La cosa más difícil es conocernos a nosotros mismos; la más fácil es hablar mal de los demás”
TALES DE MILETO (– 624 a – 546)
A veces da la impresión de que avanzamos muy lentamente en lo que se refiere a las cuestiones éticas, que son realmente las que fundamentan el progreso adecuado de la humanidad, pero que no son nada fáciles de llevar a cabo en la práctica. Es más fácil avanzar en cuestiones de carácter científico y tecnológico, cuyo desarrollo ha proporcionado a la humanidad, sobre todo en los últimos años, grandes cotas de progreso y bienestar, que en cuestiones morales, donde el avance es lento, difícil y complejo. “¡Triste época la nuestra!” – decía Albert Einstein. “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Es más fácil la física que la ética, a pesar de las apariencias.
Cuántas veces culpamos a los demás de nuestros errores o criticamos duramente pequeños deslices de otros, mientras justificamos alegremente la gravedad de nuestras propias acciones. Para los demás, todo el peso de la ley; para nosotros, la indulgancia, el perdón o el olvido. Le ley del embudo, en terminología popular. Esta forma de ser y de actuar está en la base también de muchas conductas discriminatorias e intolerantes y pueden tener su base en un desconocimiento de nosotros mismos, o en una falta de reflexión acerca de nuestra naturaleza humana y de los principios y fines que nos proponemos para mejorarla.
Estas paradojas, más frecuentes de lo que parecen, muestran que es más fácil el conocimiento del mundo, por inconmensurable, oscuro y lejano que parezca, que la comprensión de la naturaleza del propio yo, ese desconocido con el que convivimos a diario, tan cercano y, a la vez, tan imprevisible y tan opaco.
Es cierto que el grado de objetividad de los individuos aumenta con la edad y con el conocimiento, pero es imposible erradicar totalmente la subjetividad que impregna todos nuestros actos, por eso debemos consensuar normas y leyes que garanticen que en lo tocante a lo público y a lo común, base de toda convivencia, nadie pueda seguir únicamente su arbitrio personal, caprichoso y sin control, como si de meras bestias se tratara.
Por Joaquín paredes Solís