A la luz de la filosofía
El 20 de Noviembre es la fecha señalada por la UNESCO para conmemorar el Día mundial de la Filosofía. Bien está que tenga su particular celebración esta epifanía de nuestra inteligencia, tan singular, tan maravillosa, tan problemática. Y creo que está bien porque es mucho lo que la luz de la filosofía ha arrancado al ocultamiento, tejiendo y destejiendo una reflexión sin fin a partir de las inquietudes, obsesiones, descreimientos y contradicciones de estos «bípedos implumes de uñas planas» que conformamos la humanidad.
Así, desde sus más remotos orígenes, la luz de la filosofía nos ilumina con la alegoría de esos prisioneros en el interior de una caverna forzados a creer como cierto lo que no son sino sombras y ecos. Su autor, Platón, un político frustrado y filósofo probablemente resentido, lo ideó hace veinticinco siglos con el propósito de convencernos de que él disponía de los planos que mostraban el camino de salida, un camino que nos elevaría al cielo ideal de la verdad. El cuentecito se ha prestado a mil interpretaciones a lo largo del tiempo, incluyendo la que impugna la propia luz de la filosofía por ser la generadora de esas sombras engañosas. Hoy día mantiene su vigencia cuando, por ejemplo, nos ayuda a cuestionar el equívoco estatuto ontológico del mundo virtual, tan creíble por otra parte, o lo que hay de verdad en la reconstrucción mediática de nuestra actualidad.
Claro que, a la luz de la misma filosofía, siglos después, pensadores tan solventes como el ateniense criticaron como una quimera dogmática esa pretensión de acceder a esencias y mundos verdaderos, ya fuera por la senda idealista de Platón o por la más realista de hacer de la mente un espejo de la naturaleza. Pensaron más bien lo contrario, que la verdad es una construcción social, que no hay esencias inmutables y universales o que éstas se reducen en todo caso al significado del nombre con el que se las designa, tan provisional y mutable como el propio ser humano.
El nombre, los nombres… Cuánto esfuerzo desde la filosofía por desvelar la naturaleza y los misterios del lenguaje. Su luz nos enseña, de la mano de Wittgenstein, que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Las palabras, además de servir para expresar lo que pensamos, sirven sobre todo para construir lo que pensamos, sirven para construir nuestra propia realidad. Esto revela la vigencia intemporal de los eufemismos, lo que nos permite comprender mucho mejor por qué los ministros de economía de toda laya se amarran, irreductibles, al «crecimiento negativo» para no nombrar la bicha de la «recesión», «depresión» o «crisis». Y de nuevo en nuestras manos, por enésima vez, la llave maestra que permite abrir la caja de Pandora del relativismo.
Ese relativismo que, al negar las verdades absolutas y los valores morales universales, es considerado por muchos como el origen de todos los males que nos afligen. Con Sócrates a la cabeza. La luz de su filosofía nos enseñó que el bien existe, que se puede definir y que basta con conocerlo para aplicarlo y ser virtuosos, que quien obra mal no es un inmoral, delincuente o criminal, sino un ignorante, y que, en fin, estamos obligados al bien. La tesis, tras su aparente candidez, esconde la semilla del autoritarismo, porque alimenta la negación de la libertad. Sólo siglos después, de la mano de Agustín de Hipona, se reivindicará el libre albedrío, pero, ¡ay! como pecado, para eximir al Dios cristiano del mal que al mundo inflige desde el origen de los tiempos su hijo predilecto.
A pesar de estos inquietantes comienzos, sobre el fenómeno de la libertad la luz de la filosofía también ha alumbrado las cosas más hermosas. Por ejemplo, ese filósofo para adolescentes que predicó la muerte de Dios no pudo ser más sincrético cuando interpretó como expresión de la libertad más radical la oscura sentencia de Heráclito que dice «el carácter es el destino». Es verdad que luego flojeó cuando nos hizo sospechar a todos de que esta misma libertad bien pudiera ser la celada de la que se valen los que quieren ejercer el monopolio de las penitencias, esto es, el monopolio del poder. Por cierto, del destino ya se había ocupado en términos muy distintos otro filósofo judío de origen portugués, Spinoza, cuando se descolgó con aquello de que los hombres nos creemos libres simplemente porque ignoramos las causas que determinan lo que hacemos. Pero quien verdaderamente situó la libertad en un nivel estratosférico fue la luz de la filosofía de Kant, un filósofo pequeñito y algo contrahecho, puede que misántropo por ser filántropo, que comprendió a la perfección la aventura ética. Postuló que la libertad es la esencia de la ley moral y la ley moral el medio por el que demostramos que somos libres. Esta ley moral dice algo muy simple: obra de tal modo que lo que tú hagas pueda hacerlo cualquier otro. Cuando alguien se la salta es un poco menos alguien y empieza a ser un poco más algo. Y esto explica por sí solo y cabalmente por qué el rostro de la ignominia moral nos devuelve una mirada deshumanizada, embrutecida, que estremece.
Es el mismo estremecimiento que nos provoca ahora, por ejemplo, el lodazal de la corrupción política. Contra esto, sus consecuencias y sus posibles soluciones la filosofía también tiene mucho que decir, pero lo vamos a dejar para otra efeméride porque la luz crepuscular del amanecer sofoca las discretas luminarias de la lechuza de Minerva, cuyo vuelo toca ya a su fin.
José María Egido Fondón
Profesor de Filosofía y Ética en el IES «Zurbarán» (Badajoz)
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