Fe y verdad
«Tener fe significa no querer saber la verdad»
FRIEDRICH NIETZSCHE (1.844 – 1.900)
La verdad, o las verdades, desde un punto de vista racional y científico, son mucho más complicadas y difíciles de entender y asimilar que las afirmaciones gratuitas de la fe, por eso son menos atractivas y menos populares. Su aceptación no es un mero producto del asentimiento sin más, sino el fruto de la investigación y de la demostración o prueba que ésta exige para admitir, al menos, la verosimilitud de lo que se afirma.
La verdad exige la objetividad más rigurosa, al margen de nuestros deseos, mientras que la fe se basa en la subjetividad imaginativa de sus afirmaciones, que no tienen más prueba ni argumento que la tradición en la que se basan o la autoridad desde la que se habla.
La fe, sin embargo, habita en los recovecos más antiguos y más oscuros de nuestra sensibilidad, alimentada por los miedos que nos han acompañado durante tanto tiempo por esta travesía a través de la intemperie de un mundo que sólo suscitaba temores y reverencias hacia lo inexplicable, que devenía así en algo mágico y sagrado; se ha nutrido también de la ignorancia, porque ella constituye el sustento de la propia creencia y, de paso, ésta mantiene en un poder mágico e incontestable a los que les interesa, por tanto, conservarla y fomentarla.
La fe es enemiga de la verdad, porque veda la investigación y anula el pensamiento analítico y crítico que no se conforma simplemente con lo dado, manteniéndose así en una inmutabilidad permanente que, sin duda, la aleja de todo lo que tiene existencia, que es más bien puro devenir, pluralidad y cambio.
Esta permanencia inmutable en un mismo ser, sin variabilidad y sin mudanza, es precisamente lo que la hace tan atractiva a las mentes que se conforman con explicaciones simples y seculares sobre lo que hay, que no necesitan casi esforzarse, pues las explicaciones que se basan en meras creencias no experimentan apenas novedades ni mudanza con el paso del tiempo y se adaptan a nuestros deseos de perpetuar nuestro existir.
Esa tranquilidad de ánimo que proporciona la fe la impulsa a no querer saber la verdad que, por regla general, nos arroja de modo permanente a la duda, a la zozobra, al desasosiego y a la búsqueda constante de nuevos modelos explicativos que calmen, al menos de forma eventual y transitoria, nuestra sed de conocimiento.
Por Joaquín Paredes Solís